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La relación de Nueva York con Martin Scorsese

Resulta casi imposible separar la  filmografía de Martin Scorsese de la ciudad que le vio nacer, Nueva York, y de su entorno familiar de origen italiano. Una relación estrecha que ha permitido constatar a  lo largo de su trayectoria artística una  profunda reflexión sobre la identidad de lo americano.

Hijo de inmigrantes sicilianos, que nunca llegaron a dominar el idioma a la perfección y de raíces profundamente marcadas, Martin  Scorsese nació un 17 de noviembre de 1942, en Flushing, Long Island, trasladándose posteriormente al barrio de Elisabeth Street, que por aquellos años aún era mayoritariamente judío y que con el paso del tiempo formaría con Mott Street y Mulberry Street la Pequeña Italia (Little Italy).

Taxi Driver Robert de Niro Martin Scorsese

En su infancia, Martin Scorsese frecuentó las salas cinematográficas como refugio a la violencia que se palpaba en su zona residencial y debido a su precario estado de salud. Un joven italoamericano por aquella época, me refiero a la década de los años cincuenta, tenía dos opciones: una, dedicarse al sacerdocio, y otra, formar parte de las pandillas callejeras. Scorsese con unas cualidades físicas poco voluminosas, se decantó por la religión como vía a seguir hasta que se enamoró perdidamente de su primera mujer.

Y con esta breve introducción, nos encontramos que son tres los grandes núcleos problemáticos de este director de cine: la identidad italoamericana, la religión y la violencia. Tres elementos que gravitan entorno a un mismo escenario, la ciudad de Nueva York, y que genera un discurso que película tras película es más ambicioso y más legendario. Una urbe que se va mitificando tanto en el plano ficticio como en el plano biográfico del autor, Nueva York como espacio abocado a ser leyenda.

Amparándome en la definición de leyenda, relato de un suceso más maravilloso o tradicional que histórico, me permito construir un eje que abarca a Martin Scorsese como un director de cine que desvela sus preocupaciones artísticas a través de una mirada muy particular,  y que analiza su forma de vivir desde un punto de vista expresionista. Edificar la memoria de un espacio tiene para él un sentimiento lisérgico, no pretende hacer Historia sino hablarnos de esa intrahistoria callada de la gente que vive los periodos históricos, poniendo imágenes al sentir de una colectividad en un momento determinado. “Malas Calles (Mean Streets, 1973), anuncia Martin Scorsese, fue un intento de ponerme a mí mismo y a mis amigos en la pantalla, mostrar cómo vivíamos, cómo era la vida en Little Italy[1].

Ese intento por mostrar plásticamente la forma de vida de su juventud en la calles de Nueva York le conduce a observar la realidad desde un prisma subjetivo, poniendo énfasis en la nostalgia, el recuerdo y la memoria. Es, en definitiva, la mirada de un director que hace una amplia radiografía del sentir de un momento. Por ello, reconstruye espacios, lugares, gentes y sonidos que permitan dar cobertura a un mundo (en parte inventado, en parte real) gobernado por el pasado y tamizado por las experiencias personales de Martin Scorsese.

La ciudad de Nueva York en el cine de Martin Scorsese

 

El telón de fondo que le sirve de lienzo para exponer sus ideas es la ciudad de Nueva York, un marco incomparable que enfatiza la soledad y el desarraigo de los antihéroes en la mayor parte de sus películas. Sobre ese espacio urbano se mueven sus criaturas inquietas por saber quienés son.

Nueva York cobra tanta importancia que incluso es un personaje más dentro de su obra en películas tan dispares como: Malas Calles (Main Streets, 1973), Taxi Driver (Taxi Driver, 1975), New York, New York (New York, New York, 1977), Toro Salvaje (Raging Bull,1980), ¡Jo, qué noche! (After Hours, 1985), Uno de los Nuestros (Goodfellas, 1990), La Edad de la Inocencia (The Age of Innocence, 1993), Al límite (Bringing out the Dead, 1999), Gangsters  de Nueva York (Gangs of  New York, 2002).

Y como todo buen héroe que se aprecie en toda leyenda tiene entre sus manos un reto al que enfrentarse, en el director italoamericano sus héroes luchan contra sí mismos para liberarse de su condena. Necesitan purificarse, expiar sus pecados a través del sacrificio personal, “no hay verdadero héroe scorsesiano que pueda escapar al martirio[2], y cuando logran salvarse sólo lo consiguen por medio de la obsesión.

Para que una leyenda se convierta en algo grande tiene que existir unos principios que no sean materiales, por eso la libertad, el amor o la paz (por poner algún ejemplo) formulan la idea de grandeza. En otras palabras, los héroes legendarios deben tener la sensación de luchar por algo que merezca la pena. Y lo que les hace ser grande a los personajes de Scorsese, es precisamente, su capacidad de redención. Ya sea a través de la violencia, sobre sí mismos o sobre otros, del dolor o del sacrificio, sus personajes siempre pretenden emular un simulacro de expiación de culpa y/o de pecado.

En la filmografía de Martin Scorsese no hay intencionalidad alguna de crear leyendas, son sus obras las que originan a éstas. La ambientación, el atrezzo y  la música recogen la fantasía o la recreación de un pasado glorificado, alterado por la visión de un hombre que sabe y es consciente de que toda obra es producto de su momento histórico.

Su cámara no sólo describe sino que también escribe con maestría precisa el universo legendario del director, haciendo posible que la realidad tangible sea invisible en un mundo de seres que esperan a ser míticos.

Tanto Charlie (Harvey Keitel) en Malas Calles como Travis Bickle (Robert De Niro) en Taxi Driver exponen dos formas del sueño americano antagónicas. Un joven coqueteando con la mafia esperando a prosperar en la vida, como lo hace Keitel, no puede depararle nada bueno. Ni tampoco un taxista excombatiente del Vietnam que pretende hacer justicia por su cuenta sería la forma adecuada de conseguir un sueño.

Ambos protagonistas representarían la caída de lo masculino en términos tradicionales y los culpables de iniciar la tragedia moderna. Con la violencia de sus cuerpos y de sus gestos, se respira el aliento de unos individuos solitarios, atrapados en su propia mentira, antihéroes de una sociedad decadente y sin escrúpulos cuyos valores se han deteriorado. Son dos tipos soñadores perdidos y sin referentes que ansían buscarse en la frontera de la ilegalidad. Con ellos comienza la odisea artística de un director cuyo viaje se entronca directamente con Nueva York. Por ello, toma como referencia al taxi “como símbolo de la soledad, el vehículo que circula anónimo en el que todos montan, pero nadie consigue entablar una relación auténtica”[3]. Cada nueva película que realiza Scorsese supone un encuentro distinto de sus personajes con la ciudad, permitiéndonos ver cómo se desenvuelven  y evolucionan en marcos distintos. De Keitel a De Niro se pasa a otros protagonistas de historias urbanas que van adquiriendo más cuerpo y complejidad, cuya densidad dramática no sólo recae en el actor/actriz sino también en el propio relato de la narración. En Toro Salvaje, por ejemplo, un camaleónico Robert De Niro interpreta a Jake LaMotta, un boxeador del Bronx que vivió entre el éxito profesional y el fracaso personal. Su lucha en el ring es algo más que un duelo, “es el único camino a una redención que pasa por el castigo corporal de los golpes”[4]. LaMotta explora con la violencia una forma de liberación de una culpa sometida a un estado continuo de ansiedad e incomunicación.

A esta violencia contenida y expresa de los personajes de Martin Scorsese se tiene que añadir el desorden provocado por la intromisión del sexo. Es como si sus seres ficticios se vieran amputados para amar y dejarse amar. Desde el comienzo de su carrera su preocupación por la institución familiar es constante, como buen católico que es, observa su efecto devastador al entrar en crisis en la segunda mitad del siglo XX.

El sexo es un imposible, algo irrealizable, incompatible con el amor, con el matrimonio, prueba de ello es que Travis en Taxi Driver lleva a las salas de pornografía hard a la mujer que ama como si se tratase de un hecho común y normal. Incluso Newlad Archer, Daniel Day-Lewis en La Edad de la Inocencia, se ve incapaz de llegar a la consumación de un deseo que jamás verá cumplido al enamorarse de su prima estando casado.

La temática scorsesiana queda entonces delimitada por el soterramiento de una violencia de unos personajes que viven en soledad, enmarcados por unas tensiones emocionales que oscilan desde lo religioso hasta su forma de comportarse socialmente. De esta manera, los personajes quedan definidos por el tiempo histórico que les ha tocado vivir y por sentirse desestabilizados tanto en el plano sexual, familiar como personal. La obsesión, por lo tanto, respondería más bien a un orden lógico y coherente del devenir de las acciones de los personajes, que a un hecho aislado producto de las exigencias del guión.

Gangs of New York de Martin Scorsese

El paso hacia la madurez artística estaría determinado por películas como Uno de los Nuestros o La Edad de la Inocencia que encumbran al realizador en el techo de la galaxia Hollywood al ser nominadas a los Oscars en varias categorías.

Con Uno de los Nuestros la herencia del cine clásico es más reveladora pero sin olvidar el influjo decisivo que tuvo para Scorsese las corrientes cinematográficas europeas de la década de los sesenta como la Nouvelle Vague, rasgos que adquieren un tinte propio en esta película. El pequeño delincuente de Malas Calles se convierte en Uno de los Nuestros en un gran capo de la mafia. Esta película es un gran retrato de cómo trabajan los gangsters a gran escala, estudiando milimétricamente su comportamiento, organización y códigos en un área determinada de Nueva York, Little Italy.

Es como si Scorsese pretendiera hacer un decálogo de la historia de una ciudad (me atrevería a decir, su visión de Nueva York) y así, unir el imaginario colectivo de una identidad, la italoamericana, que desea ser americana pero a la vez quiere conservar sus raíces, su pasado. Y no solamente se limita a diseccionar la época que le tocó vivir, sino también la de sus antepasados como se puede comprobar en La Edad de la Inocencia. Una espléndida obra basada en la novela de Edith Wharton y ambientada en un Nueva York aristocrático del siglo XIX. Drama intimista de un hombre supeditado a las reglas convencionales de su época y de una ciudad que para el director “es un elemento que sobrepasa los límites del escenario para convertirse en un obligatorio referente narrativo, un eje de conducta y perversión que define por sí su obra”[5]. Un hombre que vive un infierno personal ante la presión social, por no negar la evidencia de amar a otra mujer estando casado con otra.

Los moradores de las películas de Martin Scorsese contienen en sí mismos la problemática de la modernidad al sufrir la tensión de un tiempo que ya no puede seguir igual, que exige cambios. Cargar los tintes a la diferencia para potenciar la individualidad ocasionando una esquizofrenia inevitable en sus personajes. Ellos son humanos limitados que se perciben como perdedores y que intentan salvarse  de ser una leyenda anónima.

 

[1] Thompson, D. y Christien, I. Martin Scorsese por Martin Scorsese, pág. 79. Barcelona, Alba Editorial   S. L 1999.

[2] Alberich, Enric. Martin Scorsese. Vivir el Cine, pág. 271. Barcelona, Ediciones  Glénat S.L. 1999

[3] Sala, Ángel. Martin Scorsese. La Perversión del Clasicismo, pág. 36. Barcelona. Colección Biblioteca de Cine, Edición Especial. Manga Films S.L. 1998.

[4] Balagué, Carlos. Estudio Martin Scorsese. Un Seminarista en Hollywood, pág, 36. Barcelona. Revista Dirigido por… nº. 168. Noviembre 1988

[5] Sala, Ángel. Martin Scorsese. La Perversión del Clasicismo, pág. 8. Barcelona. Colección Biblioteca de Cine, Edición Especial. Manga Films S.L. 1998.

 

Toros salvajes, cristos humanos y taxistas deprimidos

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Bien es conocida la admiración de Scorsese por el cristianismo, además de ser heredero de una tradición cultural italiana, adscrita a la devoción de las figuras religiosas. Sus influencias son tan amplias que recorren diferentes disciplinas, pintura clásica como la de Jerónimo Bosch “El Bosco” y «El Cristo de Gante», Antonello de Messina en «Crucifixión»; su estética también le debe mucho a la impresionante obra cinematográfica de Pier Paolo Pasolini, más concretamente a la película El Evangelio según San Mateo (1964), y así se puede enumerar hasta la extenuación de referencias, tanto del arte religioso como de la cultura cristiana.

El cine de Scorsese nos habla del cuerpo que sufre, dando a entender que el “cuerpo herido funciona como sinónimo, como emblema de un interior quebrado. Pero este interior en conflicto necesita a su vez del sufrimiento externo, corporal, para acceder a un rango superior, para expiar sus culpas”[1]. En La última tentación de Cristo (1988) no existen solamente tres niveles distintos de interpretación escogidas de las tres fuentes de donde bebe, sino también tres formas de contar el relato que demuestran la evolución histórica del lenguaje: oral, escrito y visual.

La narración cinematográfica ha tenido que avanzar en casi más de un siglo de vida, todo lo que ha hecho la narración escrita en siglos, desde sus inicios hasta su propia autoconciencia de ser un nuevo lenguaje, con su código propio de comunicación, además de crear sus leyes y sus herramientas de trabajo. Martin Scorsese no intenta visualizar un texto escrito y mucho menos lo desea oralizar, ni dar a cada palabra su imagen correspondiente. Su objetivo es usar los recursos de un nuevo lenguaje, propio del siglo XX, para enfatizar a través de la imagen una interpretación en si misma, sin necesidad de recurrir a la palabra. Parece que La Última tentación de Cristo está fuera del universo del director, no obstante, la figura de Jesús se nos manifiesta como otro de esos antihéroes que persiguen la idea de ser fieles sobre lo que sienten, seres en perpetúo conflicto como lo fueron Travis en Taxi Driver (1976) o Jake LaMotta en Toro Salvaje (1980).

Cada individuo tiene su forma de ver/entender las cosas, en el caso de Scorsese su lectura de los libros sagrados “es la de un camino a recorrer, donde el sufrimiento va asociado a una imagen común: “la crucifixión”[2].


[1] ALBERICH, Enric, Martin Scorsese. Vivir el cine, Barcelona, Editorial Glénat, pág. 271, 2002.

[2] BALAGUE, Carlos, “Un seminarista en Hollywood. Martin Scorsese”, Segunda Parte, Estudio Dirigido por…, Barcelona, nº 164, pág, 46.