Old Boy de Park Chan-Wook

Es curioso como los paladares occidentales vamos degustando cada vez más películas orientales y disfrutando de todo su sabor y aroma. A estas alturas de la centuria a ningún cinéfilo se le escapa que Corea del Sur es uno de los países del planeta que mejor cine está realizando en la actualidad, ya sea por sus innovadoras propuestas como por su calidad y vanguardia. Old Boy es una de esas películas condenada a verificar el alto grado de perfección de la fuerza asiática. Nos rendimos con directores de la talla de Wong Kar-wai, Zhang Yimou o Takeshi Kitano. Ahora le toca el turno a Park Chan-Wook gracias a su magistral Old Boy. La película es un torbellino visual que asusta tanto por su incontestable violencia como por su inmensa poética soterrada. Nada es predecible ni determinado.

Entre la humillación y la venganza

Old Boy de Park Chan-Wook

El argumento de la película parte del extrañamiento de un hombre que después de una noche de borrachera es secuestrado durante quince años sin ningún motivo aparente. Un día es liberado y comienza su terrible búsqueda de explicaciones. Old Boy es un continuo cuestionarse de planteamientos y racionamientos, la incertidumbre recorre cada fotograma, por eso el no saber a que atenerse y la desconfianza son las texturas de un protagonista que no comprende su situación.

Sin palabras es a la conclusión que se llega después de haber visto ésta película. Nada, pero absolutamente nada es comparable con Old Boy, existiendo un poder intrínseco en sus imágenes que arrebatan al espectador hasta minimizar la violencia. En un tiempo en el que la seducción por la violencia es más un ejercicio de poder que de estética, Park Chan-wook apuesta por resaltar el vacío existente que media entre la locura y la razón. Por ello, su película es clave en el cine contemporáneo por hacer de la violencia un acto inherente en el ser humano y no una proyección del mismo, una apuesta nueva que sirva para redefinir los valores y condiciones humanas en el siglo XXI.

No hay peor violencia que la desatada contra uno mismo y eso lo sabe muy bien el protagonista de Old Boy, Oh Dae-su, encarnado por el actor Choi Min-shink. En su cuerpo se va a centrar todas las batallas. Rabia, odio, humillación, venganza, tristeza e incomprensión serán las sensaciones que acompañarán en el viaje de este hombre sobornado por la incógnita de su desdicha.

El juego siniestro y macabro que se plantea en Old Boy parte de la venganza de un misterioso hombre llamado Lee Wo-jin (Yu Ji-tae) que actúa como un gran demiurgo, de ésta manera la película sería el resultado de esas acciones predeterminadas y encaminadas a humillar al protagonista. Pero la venganza es un acto reversible, eso lo sabe muy bien el realizador ya que inevitablemente en todo proceso de culpa y expiación del dolor es necesario sufrir, aunque con ello se haga daño a otras personas.

La humillación deriva a la venganza, y viceversa, sus consecuencias no admiten concesiones. Siempre hay un motivo detrás de cada venganza por muy oculto que esté, es precisamente el deseo de venganza lo que hace posible en Old Boy la premeditación de un castigo que subraye la alevosía de reparar el sufrimiento del pasado. Para concluir en una apoteósica escena final cuyo desenlace sea una singular humillación que rinda toda su pleitesía en una catártica exteriorización de un dolor acumulado a golpe de odio y rencor.

Los papeles de humillado y castigador se subvierten en la película con asombrosa credibilidad, cada personaje tiene los motivos suficientes para actuar como actúa. Un juego siniestro que parece ser circular, sin posibilidad de escape, al fin y al cabo sus personajes tienen la sensación de vivir en un universo de sangre y sufrimiento que no conduce a ningún sitio. Vagan por el mundo sin tener un final, sin esperanza, solamente esperan a que se desate la tragedia. Y cuando la dimensión de la tragedia sobrepasa todos los límites inimaginables surge con más fuerza la vejación, la humillación más extrema, como último recurso a la rendición total de la violencia corporal. La venganza devolverá aquello que precisamente la humillación robó, la dignidad. Éste será uno de los ejes centrales de la película, no importa el grado de castigo asignado, ya sean amputaciones o heridas, lo vital es recobrar la dignidad.

Old Boy Corea del Sur

La sumisión del protagonista ante lo real refuerza una crueldad deliberada que genera una violencia condenada a constatar el proceso degenerativo del cuerpo. Es aquí cuando la grandeza de Old Boy surge con más fuerza al desvelarnos que la humillación es una ausencia de dignidad. Y Oh Dae-su inicia su particular cruzada personal en un intento por recobrar su dignidad, cueste lo que cueste. Por eso lo demás carece de sentido y valor, incluso el propio cuerpo, que en ésta película se le ha perdido todo respeto, debido al gran sentido ético que se tiene de uno mismo en oriente. En otras palabras, el director Park Chan-wook apuesta por la lealtad hacia los valores nobles haciendo prescindibles los elementos corporales y materiales. Todo carece de sentido sin dignidad. Old Boy demuestra que ésta fórmula aún sigue siendo posible en un mundo donde el vacío ha sentado cátedra y la primacía del dinero ha desbarrado cualquier resquicio de respeto hacia los individuos.

Lo real maravilloso en el cine de David Lynch

David Lynch es heredero del discurso de Lovecraft, Edgar Allan Poe, Stevenson, E.T.A. Hoffmann y Kafka, su autor literario más admirado, revisado en un momento de indecisión, inseguridad, incertidumbre como el de hoy, atribuido a la forma de ser del hombre posmoderno. Algo que Nietzsche formuló en su filosofía con las siguientes palabras “nos hemos quedado sin “brújula”, sin sentido que darle a esta vida”.

El proceso de extrañamiento que se genera en la filmografía de David Lynch es importante para desarrollar el sentido de lo inquietante en su obra. Sigmund Freud definía que “lo inquietante es inquietante porque es secretamente muy familiar, que es por lo que se reprime”.

La mirada de Lynch es familiar, cercana. Recrea ambientes conocidos o reconocibles por todos. Pero lo conocido pasa a ser desconocido y es aquí cuando lo inquietante aparece. Los espacios, los personajes son extraños de sí mismos; caen por abismos donde el misterio, el amor o la muerte son cadalsos necesarios para expulsar lo cotidiano a los bordes del precipicio.

Lo fantástico en el director norteamericano no reside en los efectos especiales ni en los monstruos que pueblan las pantallas de cine en los últimos años, sino en los protagonistas de sus películas que se mimetizan con el espectador para hacer una experiencia alucinante de comunión sensitiva conjunta. Un director que observa como niño pero piensa como adulto y que se deja arrastrar por una mirada que continuamente se sorprende. Esto es lo que nos ofrece David Lynch, la mirada de un hombre que alucina con la violencia que ejerce sobre los individuos el proceso de industrialización y urbanización de las ciudades, donde habitan seres que padecen la claustrofobia de una angustia vital que incita al desconocimiento del yo.

Por ello, la importancia del tema del desdoblamiento en el cine de David Lynch, que materializa la posibilidad de multiplicar el yo, derivado del vértigo y de la ansiedad contemporánea, ante la falta de referentes o paradigmas en los que reflejarse. Laura Palmer violada repetidamente por su padre durante años, por poner un ejemplo, explora su personalidad a través de las drogas, el sexo, del mal, del sufrimiento, es decir, encontramos varios tipos de Laura Palmer en un solo cuerpo. Ser otro, consciente o no, es aprovechado por David Lynch para burlar el sentido de lo que se supone que es uno mismo y verse otro. Al igual que Magritte con sus cuadros, propone la idea sugerente de observarse otro e instalarse en paisajes chocantes, desrealizar la realidad, el ámbito cotidiano. Las películas del director norteamericano son un ejercicio de búsqueda, disloca a un yo para hacerlo múltiple. Sus criaturas abisales potencian todas las facetas de su personalidad desde la desolación emocional de Henry en Cabeza Borradora hasta la nobleza de Alvin en Una Historia Verdadera.

El universo de David Lynch en Twin Peaks

Pero su obsesión por la esquizofrenia y el desdoblamiento viene determinado por su interés “en el proceso mental que conduce a inventar una nueva identidad para evitar que nos enfrentemos a algo doloroso de nuestras vidas”1. Aparece la hiperrealidad como forma de realidad siniestra de orden mental para evitar el duro golpe de lo real y que David Lynch pretende linchar.

1 Andrés Hispano, David Lynch. El claroscuro Americano, Editorial Glénat, Barcelona, 1998, págs. 280 y siguientes.

El cine de David Lynch es lynchamiento visual

Adentrarse en el universo de David Lynch es aterrizar en un espacio incómodo por su mirada, por su deseo de captar el interior de las emociones, por su inclasificable manera de hacer cine y, sobre todo, por lo que nos hace desvelar de nosotros mismos.

Retrato de David Lynch

Cada película de Lynch es una puerta de entrada a un extraño mundo de esa América que tanto fascina y horroriza al autor. Ver  una obra suya resulta una experiencia inquietante. Es como un organismo vivo que  va cobrando vida y resulta difícil no volver a pensar en ello. Pero ¿dónde está lo inquietante?. David  Lynch no hace terror, ni ciencia ficción, ni nada que se lo parezca a estos conceptos. Es un director con señas de identidad muy auténticas.

No es surrealista ni gore, es genuinamente David Lynch. Y esto sí que es una característica fundamental para “encuadrarle” dentro de la postmodernidad. Lynch  hace un cine rabiosamente contemporáneo. David Lynch es David Lynch. Inclasificable, no etiquetable a ningún concepto ni a ninguna corriente.

Su cine tiene una nueva carga semántica, deconstruye toda su  significación cinematográfica para hacer posible otro significado más ambicioso, más amplio. Así el sonido, montaje, música, planos, encuadre, fotografía, historia, etc… devoran una idea encaminada a romper los límites de la manera de hacer cine. Cada película de Lynch es un avance imparable a su sentido de hacer cine, interdisciplinar y orgánico. De Cabeza Borradora (1976) a Mulholland Drive (2001) comprende una trayectoria dedicada exclusivamente a exhibir lo oculto, lo que no vemos y permanece en nosotros. Mostrarlo a través de todas las artes de las que dispone un artista es su principal juego siniestro. Eligió el cine aunque podía haber sido la pintura, otra de sus grandes pasiones.

La habitación roja de Twin Peaks

¿Por qué es David Lynch postmoderno?

A lo largo de su carrera se observa como el uso del tiempo en sus películas permanece descuartizado, desconectado, no linealizado, separado de un orden que empieza y acaba; es la herida del tiempo, el recuerdo que nos viene fragmentado. Esto es en definitiva el cine lyncheano, un recuerdo hecho cine y vertido en imágenes de una forma rota. Y así la posmodernidad, como fruto de una realidad cada vez más inquietante y sometida al imparable avance de los acontecimientos históricos, aflora en unas imágenes que nos hacen reflexionar que lo que vemos no es exactamente lo que vemos.

El recuerdo revelado como sueño, pesadilla, locura o esquizofrenia y vomitado en una acuarela de sensaciones plásticas le sirven al director para enfatizar una idea de identidad (como tema que le preocupa mucho) en ese proceso constructivo de la época que vivimos, enraizada desde el propio sujeto que se ve a sí mismo deformado, abyecto, siniestro y ajeno de su visión, alienado.

Esa búsqueda de la identidad tiñe toda su filmografía, presentándonosla en una espiral de violencia evolutiva que dualiza el bien y el mal acompasado en dos momentos fundamentales en la vida del ser humano como son la adolescencia y la madurez. Quedándose enmarcada la adolescencia como el mundo de lo bueno y la madurez como puerta del lado malvado, del horror. No olvidar que la adolescencia es la línea que divide la infancia y la etapa adulta. Terciopelo Azul sería un perfecto ejemplo.

La relación de Nueva York con Martin Scorsese

Resulta casi imposible separar la  filmografía de Martin Scorsese de la ciudad que le vio nacer, Nueva York, y de su entorno familiar de origen italiano. Una relación estrecha que ha permitido constatar a  lo largo de su trayectoria artística una  profunda reflexión sobre la identidad de lo americano.

Hijo de inmigrantes sicilianos, que nunca llegaron a dominar el idioma a la perfección y de raíces profundamente marcadas, Martin  Scorsese nació un 17 de noviembre de 1942, en Flushing, Long Island, trasladándose posteriormente al barrio de Elisabeth Street, que por aquellos años aún era mayoritariamente judío y que con el paso del tiempo formaría con Mott Street y Mulberry Street la Pequeña Italia (Little Italy).

Taxi Driver Robert de Niro Martin Scorsese

En su infancia, Martin Scorsese frecuentó las salas cinematográficas como refugio a la violencia que se palpaba en su zona residencial y debido a su precario estado de salud. Un joven italoamericano por aquella época, me refiero a la década de los años cincuenta, tenía dos opciones: una, dedicarse al sacerdocio, y otra, formar parte de las pandillas callejeras. Scorsese con unas cualidades físicas poco voluminosas, se decantó por la religión como vía a seguir hasta que se enamoró perdidamente de su primera mujer.

Y con esta breve introducción, nos encontramos que son tres los grandes núcleos problemáticos de este director de cine: la identidad italoamericana, la religión y la violencia. Tres elementos que gravitan entorno a un mismo escenario, la ciudad de Nueva York, y que genera un discurso que película tras película es más ambicioso y más legendario. Una urbe que se va mitificando tanto en el plano ficticio como en el plano biográfico del autor, Nueva York como espacio abocado a ser leyenda.

Amparándome en la definición de leyenda, relato de un suceso más maravilloso o tradicional que histórico, me permito construir un eje que abarca a Martin Scorsese como un director de cine que desvela sus preocupaciones artísticas a través de una mirada muy particular,  y que analiza su forma de vivir desde un punto de vista expresionista. Edificar la memoria de un espacio tiene para él un sentimiento lisérgico, no pretende hacer Historia sino hablarnos de esa intrahistoria callada de la gente que vive los periodos históricos, poniendo imágenes al sentir de una colectividad en un momento determinado. “Malas Calles (Mean Streets, 1973), anuncia Martin Scorsese, fue un intento de ponerme a mí mismo y a mis amigos en la pantalla, mostrar cómo vivíamos, cómo era la vida en Little Italy[1].

Ese intento por mostrar plásticamente la forma de vida de su juventud en la calles de Nueva York le conduce a observar la realidad desde un prisma subjetivo, poniendo énfasis en la nostalgia, el recuerdo y la memoria. Es, en definitiva, la mirada de un director que hace una amplia radiografía del sentir de un momento. Por ello, reconstruye espacios, lugares, gentes y sonidos que permitan dar cobertura a un mundo (en parte inventado, en parte real) gobernado por el pasado y tamizado por las experiencias personales de Martin Scorsese.

La ciudad de Nueva York en el cine de Martin Scorsese

 

El telón de fondo que le sirve de lienzo para exponer sus ideas es la ciudad de Nueva York, un marco incomparable que enfatiza la soledad y el desarraigo de los antihéroes en la mayor parte de sus películas. Sobre ese espacio urbano se mueven sus criaturas inquietas por saber quienés son.

Nueva York cobra tanta importancia que incluso es un personaje más dentro de su obra en películas tan dispares como: Malas Calles (Main Streets, 1973), Taxi Driver (Taxi Driver, 1975), New York, New York (New York, New York, 1977), Toro Salvaje (Raging Bull,1980), ¡Jo, qué noche! (After Hours, 1985), Uno de los Nuestros (Goodfellas, 1990), La Edad de la Inocencia (The Age of Innocence, 1993), Al límite (Bringing out the Dead, 1999), Gangsters  de Nueva York (Gangs of  New York, 2002).

Y como todo buen héroe que se aprecie en toda leyenda tiene entre sus manos un reto al que enfrentarse, en el director italoamericano sus héroes luchan contra sí mismos para liberarse de su condena. Necesitan purificarse, expiar sus pecados a través del sacrificio personal, “no hay verdadero héroe scorsesiano que pueda escapar al martirio[2], y cuando logran salvarse sólo lo consiguen por medio de la obsesión.

Para que una leyenda se convierta en algo grande tiene que existir unos principios que no sean materiales, por eso la libertad, el amor o la paz (por poner algún ejemplo) formulan la idea de grandeza. En otras palabras, los héroes legendarios deben tener la sensación de luchar por algo que merezca la pena. Y lo que les hace ser grande a los personajes de Scorsese, es precisamente, su capacidad de redención. Ya sea a través de la violencia, sobre sí mismos o sobre otros, del dolor o del sacrificio, sus personajes siempre pretenden emular un simulacro de expiación de culpa y/o de pecado.

En la filmografía de Martin Scorsese no hay intencionalidad alguna de crear leyendas, son sus obras las que originan a éstas. La ambientación, el atrezzo y  la música recogen la fantasía o la recreación de un pasado glorificado, alterado por la visión de un hombre que sabe y es consciente de que toda obra es producto de su momento histórico.

Su cámara no sólo describe sino que también escribe con maestría precisa el universo legendario del director, haciendo posible que la realidad tangible sea invisible en un mundo de seres que esperan a ser míticos.

Tanto Charlie (Harvey Keitel) en Malas Calles como Travis Bickle (Robert De Niro) en Taxi Driver exponen dos formas del sueño americano antagónicas. Un joven coqueteando con la mafia esperando a prosperar en la vida, como lo hace Keitel, no puede depararle nada bueno. Ni tampoco un taxista excombatiente del Vietnam que pretende hacer justicia por su cuenta sería la forma adecuada de conseguir un sueño.

Ambos protagonistas representarían la caída de lo masculino en términos tradicionales y los culpables de iniciar la tragedia moderna. Con la violencia de sus cuerpos y de sus gestos, se respira el aliento de unos individuos solitarios, atrapados en su propia mentira, antihéroes de una sociedad decadente y sin escrúpulos cuyos valores se han deteriorado. Son dos tipos soñadores perdidos y sin referentes que ansían buscarse en la frontera de la ilegalidad. Con ellos comienza la odisea artística de un director cuyo viaje se entronca directamente con Nueva York. Por ello, toma como referencia al taxi “como símbolo de la soledad, el vehículo que circula anónimo en el que todos montan, pero nadie consigue entablar una relación auténtica”[3]. Cada nueva película que realiza Scorsese supone un encuentro distinto de sus personajes con la ciudad, permitiéndonos ver cómo se desenvuelven  y evolucionan en marcos distintos. De Keitel a De Niro se pasa a otros protagonistas de historias urbanas que van adquiriendo más cuerpo y complejidad, cuya densidad dramática no sólo recae en el actor/actriz sino también en el propio relato de la narración. En Toro Salvaje, por ejemplo, un camaleónico Robert De Niro interpreta a Jake LaMotta, un boxeador del Bronx que vivió entre el éxito profesional y el fracaso personal. Su lucha en el ring es algo más que un duelo, “es el único camino a una redención que pasa por el castigo corporal de los golpes”[4]. LaMotta explora con la violencia una forma de liberación de una culpa sometida a un estado continuo de ansiedad e incomunicación.

A esta violencia contenida y expresa de los personajes de Martin Scorsese se tiene que añadir el desorden provocado por la intromisión del sexo. Es como si sus seres ficticios se vieran amputados para amar y dejarse amar. Desde el comienzo de su carrera su preocupación por la institución familiar es constante, como buen católico que es, observa su efecto devastador al entrar en crisis en la segunda mitad del siglo XX.

El sexo es un imposible, algo irrealizable, incompatible con el amor, con el matrimonio, prueba de ello es que Travis en Taxi Driver lleva a las salas de pornografía hard a la mujer que ama como si se tratase de un hecho común y normal. Incluso Newlad Archer, Daniel Day-Lewis en La Edad de la Inocencia, se ve incapaz de llegar a la consumación de un deseo que jamás verá cumplido al enamorarse de su prima estando casado.

La temática scorsesiana queda entonces delimitada por el soterramiento de una violencia de unos personajes que viven en soledad, enmarcados por unas tensiones emocionales que oscilan desde lo religioso hasta su forma de comportarse socialmente. De esta manera, los personajes quedan definidos por el tiempo histórico que les ha tocado vivir y por sentirse desestabilizados tanto en el plano sexual, familiar como personal. La obsesión, por lo tanto, respondería más bien a un orden lógico y coherente del devenir de las acciones de los personajes, que a un hecho aislado producto de las exigencias del guión.

Gangs of New York de Martin Scorsese

El paso hacia la madurez artística estaría determinado por películas como Uno de los Nuestros o La Edad de la Inocencia que encumbran al realizador en el techo de la galaxia Hollywood al ser nominadas a los Oscars en varias categorías.

Con Uno de los Nuestros la herencia del cine clásico es más reveladora pero sin olvidar el influjo decisivo que tuvo para Scorsese las corrientes cinematográficas europeas de la década de los sesenta como la Nouvelle Vague, rasgos que adquieren un tinte propio en esta película. El pequeño delincuente de Malas Calles se convierte en Uno de los Nuestros en un gran capo de la mafia. Esta película es un gran retrato de cómo trabajan los gangsters a gran escala, estudiando milimétricamente su comportamiento, organización y códigos en un área determinada de Nueva York, Little Italy.

Es como si Scorsese pretendiera hacer un decálogo de la historia de una ciudad (me atrevería a decir, su visión de Nueva York) y así, unir el imaginario colectivo de una identidad, la italoamericana, que desea ser americana pero a la vez quiere conservar sus raíces, su pasado. Y no solamente se limita a diseccionar la época que le tocó vivir, sino también la de sus antepasados como se puede comprobar en La Edad de la Inocencia. Una espléndida obra basada en la novela de Edith Wharton y ambientada en un Nueva York aristocrático del siglo XIX. Drama intimista de un hombre supeditado a las reglas convencionales de su época y de una ciudad que para el director “es un elemento que sobrepasa los límites del escenario para convertirse en un obligatorio referente narrativo, un eje de conducta y perversión que define por sí su obra”[5]. Un hombre que vive un infierno personal ante la presión social, por no negar la evidencia de amar a otra mujer estando casado con otra.

Los moradores de las películas de Martin Scorsese contienen en sí mismos la problemática de la modernidad al sufrir la tensión de un tiempo que ya no puede seguir igual, que exige cambios. Cargar los tintes a la diferencia para potenciar la individualidad ocasionando una esquizofrenia inevitable en sus personajes. Ellos son humanos limitados que se perciben como perdedores y que intentan salvarse  de ser una leyenda anónima.

 

[1] Thompson, D. y Christien, I. Martin Scorsese por Martin Scorsese, pág. 79. Barcelona, Alba Editorial   S. L 1999.

[2] Alberich, Enric. Martin Scorsese. Vivir el Cine, pág. 271. Barcelona, Ediciones  Glénat S.L. 1999

[3] Sala, Ángel. Martin Scorsese. La Perversión del Clasicismo, pág. 36. Barcelona. Colección Biblioteca de Cine, Edición Especial. Manga Films S.L. 1998.

[4] Balagué, Carlos. Estudio Martin Scorsese. Un Seminarista en Hollywood, pág, 36. Barcelona. Revista Dirigido por… nº. 168. Noviembre 1988

[5] Sala, Ángel. Martin Scorsese. La Perversión del Clasicismo, pág. 8. Barcelona. Colección Biblioteca de Cine, Edición Especial. Manga Films S.L. 1998.

 

El Dulce Porvenir de Atom Egoyan

El exorcismo de la ausencia en  El Dulce Porvenir

 

En un pueblo de Canadá, cuando la nieve cubre su paisaje, sucede un accidente insospechado en el que cambiará por completo la vida de sus ciudadanos. Un autobús con niños dirigiéndose a la escuela sufren, a consecuencia de una placa de hielo el desvío hacia la muerte, un terrible accidente que se verá continuado por el hundimiento del vehículo en un lago helado próximo a la carretera.

Así de frío se nos aproxima  el argumento de la película del director Atom Egoyan, El Dulce Porvenir (The Sweet Hereafter, 1997), una arrebatadora historia de una comunidad sometida a la ausencia de sus hijos.

El Dulce Porvenir de Atom Egoyan

Existe un silencio especial cuando cae la nieve que simbólicamente conecta con la muerte, la blancura y el descanso. Este tipo de textura que imprime en El Dulce Porvenir sobrepasa los límites del relato para acercarse al espectador en un sentimiento contradictorio de frío y calor. Desde las primeras imágenes de la película donde se nos presenta una sobrecogedora escena de una pareja en la cama con su hija en medio de los dos a través de un precioso travelling y una embriagadora música de Michael Danna, nos delatan que lo que nos va acontecer afecta al individuo y lo que ama, en este caso a los hijos.

¿Puede haber algo más trágico que perder a un hijo? Descubrirse amputado, y sobretodo, vivir con la perfecta ausencia de nuestros seres queridos.

… Y mientras nieva, el dolor se congela y se hace pétreo.

El Dulce Porvenir parte del recuerdo; una vez que los  hechos se han consumado, es un viaje a las heridas sin cerrar y que duelen; Iam Holm, el actor que interpreta a un abogado y que llega a la pequeña localidad canadiense con la intención de establecer una demanda entre todos los padres afectados por la posible negligencia de la empresa del autobús, será el iniciador del viaje. A través de las diversas entrevistas que realiza el abogado el espectador tiene la posibilidad de ver cómo ha cambiado y en especial en qué medida ha afectado la ausencia de los niños entre las familias del pueblo. Nada va a ser igual que antes del accidente.

El director Atom Egoyan nacido en El Cairo y de descendencia armenia llegó a Canadá con su abuela, el único contacto con su identidad, con la que convivió toda su infancia hasta llegar a la adolescencia, momento en el que su abuela fue ingresada en una residencia de ancianos. Estas palabras se me presentan reveladoras para dotar de un sentido catártico la novela de Russell Banks The Sweet Hereafter (Como en otro mundo) con respecto a la película. He de suponer el tremendo impacto de Egoyan al leer el libro y así se manifiesta El Dulce Porvenir, como un reto personal que envuelve el problema de la pérdida, una amalgama de sentimientos que trasladan la soledad  de forma precisa en cada imagen, secuencia y fotograma.

El papel que juega la nieve en la película se manifiesta en ese aislamiento que asegura una baza de supervivencia ante el sufrimiento de los padres, un bálsamo que resulta eficaz para controlar la ira y la impotencia. Atom Egoyan bucea, o mejor dicho, bordea con su mirada cinematográfica una búsqueda de sí mismo, una raíz que indague en la memoria y rastree en el recuerdo la lucidez de lo vivido. Iam Holm, sería el encargado de recorrer las huellas del recuerdo, de imprimir la geografía de la herida. Con él sentimos la pérdida de los hijos e incluso la de su propia hija drogadicta y seropositiva, un familiar que aunque vivo le siente no presente.

El Dulce Porvenir contiene una estructura bastante literaria y compleja, los continuos flashbacks y elipsis reclaman la atención del espectador; por ello, el director alcanza aquí un indiscutible poder evocador, provocativo y estimulante al dar a la palabra un valor cinematográfico, ya que es la primera vez que el director parte de una novela para realizar un guión. Sus anteriores películas, Next to Kin (1984), Family Viewing (1987), Speaking Parts (1989), y concretamente más conocido para el público español The Adjuster (El Liquidador, 1991) o Exotica (Exótica, 1994), conforman el cosmos de un realizador que somete la cámara a la piel de sus personajes, les da profundidad y notoriedad, les concede una voz propia que les hace ser genuinos.

Al fin y al cabo, a Egoyan le sobrevienen con la incomunicación, la soledad y la pérdida o ausencia de lo que ama un paisaje que, aunque desolador, le ayudan a concretar su identidad o aproximarse a ella. Así el territorio que le acogió años atrás, Canadá, con sus montañas, su nieve y su austera climatología encierran la clave de su interiorización que sólo, creo yo, con el cine puede comunicarse con la otredad, es decir, contigo. Y esto es mucho en los tiempos que corren.

¿Cómo no va a ser posible un dulce porvenir después de haber sufrido la peor de las ausencias, la muerte de un hijo?

 

La mujer fatal y otras chicas malas

La palabra mujer ha venido siendo sinónimo de control, represión, ideal estético, belleza quirúrgica, objeto, muñeca y malvada, por citar algunos. Desde la Antigüedad hasta hoy se ha considerado a la mujer como un contenedor del mal, una imagen recurrente para ser usada como un símbolo de lo maléfico, una iconografía clásica que intenta representar en su figura la expresión de las fobias y miedos masculinos. Sobre lo que no se conoce se especula y se interpreta, estimulando la ignorancia. Y así, entre el espacio de lo real y lo especulado, discurre una frontera que explora el desconocimiento como vía expiatoria para modelar el discurso masculino sobre lo femenino.

No es de extrañar que desde los inicios de la modernidad se investigara aquellos aspectos relacionados con la sociología, antropología, fotografía, es decir, la forma de mirar y relacionarse los hombres y las mujeres. Eva, Medea,  Helena de Troya, Salomé, Yudith, Dalila, etc… son personajes históricos negativos de la mujer. Retratos reconvertidos con el paso del tiempo en mujeres fatales, madame Bovary o Madonna.

Mujeres fatales

Una frase que se usa normalmente por la gente es que la mujer es mala por naturaleza. Esto significa que el mal es la mujer o, por el contrario, lo natural en la mujer es la maldad. ¿Y el hombre?. Creo firmemente que la maldad no entiende de géneros?.

Lo femenino siempre ha intentado revestirse con formas extrañas, siniestras, perversas y malignas.

La femme fatale ha sido remarcado dentro del mundo del cine para enfatizar la naturaleza perversa de la mujer sobre el hombre. Un verdadero guiño con el espectador masculino para que sepa reconocer a tiempo las consecuencias de verse atrapado con este tipo de mujeres. Llegando a la conclusión de que la mujer puede destruir sin matar.

A finales del siglo XIX la incorporación de la mujer al ámbito social es una realidad incuestionable. Este es el momento en el que el hombre se pregunta ¿qué es una mujer? Dejando el lado doméstico, la mujer subraya con su integración al mundo de las fábricas que la igualdad se manifiesta también en lo social. La frontera entre lo masculino y lo femenino empieza a desdibujarse y cada uno defiende su postura con sus armas. En definitiva, surge el desentendimiento, el desacuerdo entre lo femenino y lo masculino.

La mujer fatal nace con el discurrir de estos tiempos, un arquetipo de maldad que ocasiona la fatalidad al hombre en una época confusa de profundos cambios. La mujer fatal hace perder el sentido al hombre con su sensualidad, su erotismo, como si realmente fuera la belleza de sus curvas el auténtico abismo de su perdición. No es extraño ni raro que el hombre pierda la razón y se enamore incluso de una muñeca sin saberlo, como sucede en el cuento maravilloso de E.T.A. Hoffmann, El hombre de la arena (Der Sandmann).

El tema de la femme fatale procede de la mirada distorsionada del hombre con respecto a lo que ve de lo femenino. El cine negro está repleto de mujeres fatales que retan la vulnerabilidad masculina en un intento poco afortunado por intentar instalarse en el ámbito social y rechazar el terreno tradicionalmente relegado a lo femenino como el cuidado de la casa, hijos y marido.

mujeres fatales y otras chicas malas en el cine

 

Bette Davis, Rita Hayworth, Jean Harlow o Barbara Stanwyck son poluciones masculinas filmadas desde el picaporte. Objetos de deseo imaginados por el hombre y moldeados con la seguridad de que nadie nos ve mirarlos, sintiéndonos protegidos por la sala oscura del cine (como si de un hecho pornográfico se tratara).

La presencia de una mujer fatal en una película hace posible “toda una ceremonia de la fascinación, cuyo ritual consiste como siempre en lanzar una mirada masculina sobre una mujer definida por su sexualidad. Pero también toda una teoría sobre la misoginia, pues lo que la hace apetecible es lo que la hace letal” 1. De esta manera, la figura erótica de la mujer sublima su condición perversa, representando una amenaza para la masculinidad, por eso, la carne femenina se desnuda con tanta insistencia en las pantallas cinematográficas para saber qué contiene el cuerpo extraño de la mujer y recrearse en su contemplación. Bella por fuera, malvada por dentro, sería el patrón a seguir en la modelación femenina por el arte en este siglo pasado.

La mujer fatal es un arma de doble filo, primero al manifestarse como una epifanía de la mirada masculina sobre lo femenino, y segundo, al ponerse en tela de juicio la identidad o la apreciación  de lo masculino y de lo femenino. Un tema reversible porque no sólo trata de saber cómo se miran los géneros sino cómo se observan ellos mismos al sentirse individuos sexuados.

1 VV.AA.  Imágenes del Mal. Madrid, Valdemar, 2003. Antonio Weinrichter, “La femme noire y otras chicas malas. Una bonita fachada con un precipicio detrás”, pág. 420.

 

El amor es el demonio: Francis Bacon

LA IRONÍA DE LA MALDAD*

*Escrito por Ángel Román y Begoña Sendino

Francis Bacon y la agonía de su creación

“… sólo intento construir imágenes partiendo directamente de mi sistema  nervioso y con la mayor exactitud posible. No sé siquiera lo que significan la mitad de ellas. Yo no quiero decir nada.” Francis Bacon

El amor es el demonio de John Maybury

Acercarse a la pintura desde la óptica del cine sirve, entre otras cosas, para indagar en el proceso creativo del artista y realizar un simulacro de lo que pudiera ser su cosmovisión única. Sobre estos parámetros la película El Amor es el Demonio (Estudio para un retrato de Francis Bacon) (Love is the Devil, 1999), dirigida por John Maybury, se centra en la vida y obra del pintor irlandés Francis Bacon.

No es fácil dotar de palabra a los cuadros de Bacon y mucho menos a las sensaciones que de ellos se desprenden, pero en El Amor es el Demonio se intenta describir el universo violento baconiano, donde amar y crear son dos términos que parecen opuestos, y más si vienen potenciados por el dolor, vistos desde el dolor, y es esta la materia de la que están hechos sus cuadros, desde la que se ordenan. Óleo y lienzo se combinan con el lenguaje cinematográfico de forma espléndida. John Maybury enlaza en una confusión premeditada la dulce amargura de la creación con la cotidianidad.

La biografía de Francis Bacon nos desvela a un hombre que combina el dolor y el placer, el amor y la tortura hasta trasmutarlos en acto creativo vivo por sí mismo. El proceso es una profunda contradicción, aquella en la que el Arte es el sufrimiento que te invade, el dolor que se impone por su verdad física y emocional.

La biografía de Francis Bacon por John Maybury

La película nos instala en 1971, época que coincide con la gran exposición retrospectiva de Francis Bacon en el Grand Palais de París y con la muerte de su amante George Dyer. Desde ese instante hace un flashback hasta el momento en el que ambos se conocen. Durante este recorrido se ve el rostro más amargo del hombre que cubre a Francis Bacon, como hombre-creador y como hombre-amante. Si un artista tiene que superar la realidad transgrediéndola en un intento de romper las normas establecidas, no limitándose, ni cuestionándose si es ética o moralmente social, Bacon parece no poner freno a su libertad creativa. De una forma u otra, la idea que nos susurra el Director es que Francis Bacon está por encima de cualquier convencionalismo, y así establece la libertad como un medio del Arte, y no como su fin.[1]

Roland Barthes describía de la siguiente manera la pintura baconiana “el espacio en el que respiramos y el tiempo en el que vivimos aquí y ahora: eso es lo que, casi sin excepción, hallamos en los cuadros de Bacon, que parecen tender hacia la expresión inmediata de algo inmediato… Hacen que el observador se sienta como si estuviera allí (dentro del cuadro, y no simplemente frente a él).”[2] Y de esta forma se representa a Francis Bacon en la película como un individuo sometido al yugo de la contemplación de sí mismo para anularse, para intensificar los sentidos y que no se le escape nada de cada instante. Este deseo le lleva, sin embargo, a la desmesura, al tormento de pervertir su mirada ante la imposibilidad de discernir entre la apariencia y la realidad, sin la posibilidad de escapar y tomar otras formas.

Francis Bacon el pintor irlandés

El resultado es la rendición ante su propia fantasía; Bacon se abandona al furor creativo[3] y la condena del pintor reside, precisamente, en la pena, en el castigo de ver la realidad a través de una violencia visceral, en la búsqueda incesante no de la herida, si no lo que permanece tras la herida[4], de entender el dolor como la sombra de la vida. Sin embargo, debemos comprender que lo que Bacon hace no es sino utilizar la ironía como instrumento de comprensión de una realidad que él mismo ha creado ante la vacuidad de la apariencia y cuyo fin será la catarsis final, la belleza del dolor.

No hay belleza sin dolor. Esto es lo que viene a decirnos Francis Bacon  con sus pinturas, de la misma manera que André Breton proclamaba con el surrealismo que “la belleza o bien será convulsiva o bien no existirá.

En la práctica, la heurística baconiana trasluce la obsesión por la figura humana, por buscarle nuevos significados, y para ello se aleja de la abstracción pictórica permitiendo el reencuentro de la figuración con el arte moderno. Pero este alejamiento no llega a ser real, puesto que ante lo que nos enfrentamos es a la deformación humana en un intento de búsqueda de la esencia del ser a través de su mirada única. De esta manera, la forma surge ante el artista, se “des-vela” y le domina, en ella se proyecta la mirada y las emociones, sin que la razón pueda ordenar aquello que ya era incontrolable antes de nacer.[5]

Estudio sobre Velázquez del pintor Francis Bacon

El Amor es el Demonio representaría la agonía de su proceso creativo, esa extraña belleza del dolor calibrado a través del  sufrimiento y la soledad propia o ajena;   por eso el demonio es el amor, porque junto a él se comprende el desgarro del dolor de haber amado, de la herida que el propio Bacon ocasiona y produce en su amante, George Dyer, mostrándonos una doble cara del amor y del odio, de la destrucción y la creación, del placer y del sufrimiento.

[1] Postulado que podemos encontrar ya en referentes como Shakespeare o Víctor Hugo.

[2] SINCLAIR Andrew, Francis Bacon. Su vida en una época de violencia, Circe Ediciones S. A., Barcelona, 1995, p. 232.

[3] Al “spleen” de Baudelaire.

[4] Para más información a este respecto ver el artículo Francis Bacon. El pintor  de la tragicomedia moderna de Rafael Argullol y publicado en la revista “Claves de la Razón Práctica”, Septiembre 1992, Número 25.

[5] “…toda pintura (y a medida que me hago más viejo, más aún) es accidente. Sí, lo preveo mentalmente, lo preveo, y sin embargo casi nunca lo realizo tal como lo preveo. El cuadro se trasforma por sí solo en el proceso de elaboración…y tal como trabajo, no sé en realidad muchas veces en qué acabará”, Francis Bacon citado según SYLVESTER David, “Entrevistas con Francis Bacon”, Edit. Polígrafa, Barcelona, 1977. Es importante el paralelismo que se muestra entre el proceso creativo de Francis Bacon y la teoría estética de Miguel Ángel, artista al cual admiraba.

Alien. Un pasajero diferente

Será verdad aquello que Goya dijo sobre que la razón produce monstruos, porque la época contemporánea está plagada de ellos. En ningún otro tiempo se ha producido tantos y tan variados espectros extraños, desde los superhéroes hasta los engendros deformes de cualquier experimento genético. En el planeta hay más gente extraña que normal, y no me sorprende, debido a la gran paranoia que tenemos los humanos por sentirnos únicos y diferentes del resto.

Vivimos tiempos angustiosos donde ya no hay fronteras tangibles en el que podamos diferenciar lo cotidiano de lo extraordinario. Intentamos diferenciarnos los unos a los otros, es un hecho evidente, pero el proceso de normalización barre con cualquier posibilidad de sentirse indiscriminado. Integrarse en la norma permite la aceptación, el ser igual que el otro y a la vez que diferente. Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott[1], 1979) es una poderosa metáfora sobre la convivencia con lo extraño y su impacto con lo normal. Preocupante es una sociedad que se mira al espejo y se ve adulterada –bien por exceso o por defecto-, al suponer que no se acepta a sí misma.

Alien. Obra maestra de la ciencia ficción

El hombre intenta buscar respuestas a muchas preguntas, éstas siempre son de procedencia externa casi nunca internas. El miedo a enfrentarse con lo que uno es, dota de poder a lo extraño. El siglo XX ha sido una centuria ejemplar en cuanto a la creación de respuestas externas convocando un universo no-humano que glorifica o degrada a la raza humana, estos son: alienígenas, monstruos, extraterrestres o cualquier espécimen vario que se tercie.

El valor simbólico de la película Alien me sirve de pretexto para hablar de los lugares extraños que el hombre imagina para reflejar los fantasmas que le hacen sombra. De esta manera, la película es un espacio de instantáneas sobre el terror –angustia incluida- hacia la muerte y la vida. Y lo que liga a estas dos palabras es básicamente el sexo, un lugar sagrado y hostil para la mayoría de las civilizaciones, una fuente de misterios que generan interpretaciones de toda índole.

Lo que hace de Alien una obra interesante no reside precisamente en su aparatosa puesta en escena, sino en su extremo choque de ideologías ancestrales que se cruzan en la forma de entender el sexo, por extensión la sexualidad y la procreación.

Alien, el octavo pasajero se adscribe dentro del género de ciencia ficción. Naves espaciales, planetas lejanos y desconocidos, tecnología futura e impactantes paisajes estelares se ponen al servicio de una historia que nos introduce en el maravilloso mundo del espacio exterior.

Un tipo de cine puesto de moda anteriormente por el genial Stanley Kubrick en 2001, Una odisea en el espacio (2001: A Space Odissey) allá por el año 1968. Mirar más lejos del planeta Tierra suponía poner la escala evolutiva en uno de sus mejores momentos, como así se demostró al pisar el hombre los pies en la Luna en 1969.

El mundo exterior estaba de moda en la década de los setenta, y no solo por la carrera espacial librada entre americanos y rusos, sino por su plasmación en todo el arte de fin de siglo. Preguntarse por lo que había fuera era un síntoma de búsqueda de respuestas por el significado de uno mismo.

El nacimiento de una criatura humana, o de cualquier ser, aún en estos tiempos sigue siendo una incógnita, no quiero ni imaginar la cantidad de misterios que posee ese gran desconocido universo. Tanto cuestionamiento hizo de 2001, Una odisea en el espacio una película más filosófica que práctica, un producto del optimismo operante en los Estados Unidos durante los años de la carrera espacial. Una obra en la cual Kubrick quería mostrarnos el futuro hecho imágenes, y lo que consiguió fue evidenciar la soledad humana tanto en la Tierra como en el universo.

Por otro lado, a principios de los años setenta George Lucas dirigió THX 1138 (1970) una película que reflexionaba sobre el futuro, vaticinando la prohibición de los contactos afectivos y sexuales entre humanos. El mundo plasmado en la película es de una uniformidad pasmosa, en el que la sociedad que describe demanda protección, conformismo y seguridad por parte de un estado que controla todo.

THX 1138 de George Lucas

Ambas películas, 2001, Una odisea en el espacio y THX 1138, son dos formas de entender el género de la ciencia ficción que evidencian en su discurso cierto alejamiento del “realismo”, negando así una complicidad con el espectador necesaria para delatar una evidencia del presente. Estas películas fijaron los códigos o normas que todo cine posterior debía de contener para pertenecer al género galáctico como: naves espaciales pulcras y blancas, tecnología de última generación o minimalismo decorativo. Obras abstractas, perfectas, pero alejadas de los parámetros reales para que los hombres ubiquemos el futuro en un entorno reconocible.

Alien, en este sentido, a pesar de ser una película que hable sobre el espacio exterior y la acción transcurra en una nave sucia y grasienta, sus personajes dialogan sobre aumentos de sueldos, mejoras en la calidad de vida y reformas laborales. Aspectos básicos de unos protagonistas que ansían vivir mejor antes que buscar explicaciones de su existencia.

Por ello, afirmo que Alien es una obra primaria y muy básica. Primaria por ser una película despreocupada de toda etiqueta existencial, religiosa o filosófica, conceptos que si existen en 2001 o THX 1138, para acercarse a un mundo donde sus personajes buscan sobrevivir en un medio problemático. Y básica, por aproximarse al género de acción con todo lo que esto conlleva; argumento lineal, abundancia de imágenes explícitas, violencia y varias tramas abiertas.

Nostromo es el nombre de la nave comercial espacial en la que viajan siete tripulantes. A su regreso a la Tierra son alertados de un mensaje desconocido en un planeta cercano. Allí encuentran a un ser alienígena que intenta perpetuarse como especie a toda costa. Para cumplir esta misión será necesario que la forma extraña de vida use los cuerpos humanos como espacios embrionarios externos. Aunque no se ve explícitamente en la película[2], queda manifiestamente claro que el objetivo alienígeno no es matar, su fin es resistirse a su extinción como especie.

La teniente Ripley (Sigourney Weaver) es la auténtica e indiscutible protagonista de Alien. Ridley Scott combina el cine de ciencia ficción heredero de la estética fría y metálica de autores como Kubrick y Lucas, para pasar de lo metafísico al escapismo y a la aventura espacial sin perder un ápice de autenticidad. Aunque no es simplicidad todo lo que nos quiere contar el director con esta película, existe un extraño vínculo entre lo humano e inhumano, en otras palabras, entre el hombre y el monstruo.

El argumento no es exclusivamente matar al ser alienígena, sino interrogarse sobre los procesos de la vida y la muerte.

Genéticamente todos los seres vivos buscan consolidarse y mantenerse con vida, en otras palabras, sobrevivir el mayor tiempo posible, haciendo todo cuanto puedan para evolucionar y perfeccionarse.

A finales de los años setenta no era muy normal encontrar mujeres liderando películas con predisposición a ser comerciales. El prototipo de héroe era básicamente masculino. Pensar en una mujer para realizar cine de acción era algo inconcebible para la época. De esta manera, Ridley Scott puso en marcha la moda de fomentar heroínas como así se constata en sus siguientes trabajos: Susan Sarandon en Thelma y Louise (Thelma and Louise, 1991) o Demi Moore en La Teniente O´Neil (G.I. Jane, 1997). El papel de la mujer en el cine comercial quizás se ha relegado a proyectar los valores tradicionales masculinos como la competitividad, agresividad o valentía. Infravalorando la aportación diferente y necesaria de los aspectos femeninos.

El alienígena no es un pasajero diferente a lo que puede ser la teniente Ripley, ambos son dos especies que luchan por imponerse, sobreviviendo en un mundo competitivo y adverso. Dos seres que toman conciencia de lo que son gracias a su rivalidad. De pronto, lo que resultaba extraño y distante, se nos revela cercano. Comprendemos al monstruo porque en cierta medida se entiende su actuación.

El diseñador/creador de Alien es el suizo Hans Rudi Giger, un artista polifacético cuya mayor obsesión se concentra en el sexo, en la relación de la tecnología y su fusión con el cuerpo humano, además de reflexionar sobre el miedo al nacimiento y a la muerte. Toda su obra entronca en una inmensa tradición de dar un aire de misterio a la maternidad, como principio generador de perpetuación de la especie.

Alien es una poderosa metáfora sobre la supervivencia

Es indudable que desde esta perspectiva Alien, el octavo pasajero sea una poderosa metáfora sobre la maternidad. La teniente Ripley intenta protegerse de la muerte, pero el alienígena también. Ambos son la resistencia de un mundo que parece terminar; en el caso de Ripley está en juego su vida, en el monstruo la extinción de su especie y su descendencia.

La estética mecánica, grisácea, industrial y oscura que imprime Ridley Scott en esta película es producto de una reflexión en torno la relación tecnología y el hombre. Dar un carácter tan biológico a una obra de unas dimensiones tan tecnológicas, pone de relieve la alta humanidad que opera detrás de cada proceso industrial, o por lo menos manifiesta su preocupación.

La nave comercial Nostromo, los artilugios médicos, así como el ordenador central llamado curiosamente Madre, encubren una artificial sensación de describir espacios inhumanos, todo lo contrario si se analiza la intencionada contradicción entre la estética y la finalidad de la película.

Dos especies que luchan por imponerse en un territorio altamente tecnificado, choca con un argumento que pretende reforzar la idea del misterio de la vida. Y por mucho que la tecnología sea inteligente, es un producto mecánico, y como bien se sabe, las máquinas no cubren los aspectos humanos. Son incapaces de reproducir especies, no dan amor ni cariño y son dependientes del hombre.

Esta ambivalencia es clave para la correcta interpretación de Alien, el octavo pasajero, ya que en ella se evidencian los temores humanos hacia los misterios que la ciencia no puede responder. Del extraño ser hallado en un planeta fuera del Sistema Solar se pasa a la comprensión de su humanidad monstruosa, y al compararlo con la raza humana se tiene la sensación de que son distintos por fuera, pero iguales por dentro.

[1] Ridley Scott (South Sields, Inglaterra, 1939) inició su carrera cinematográfica con Los duelistas (1977), también ha trabajado dentro del mundo de la televisión y la publicidad. Su reconocimiento dentro de la gran industria americana vendría precedido por obras como Alien, el octavo pasajero (1979), Blade Runner (1982), Thelma y Louise (1991) o El Gladiador (2000).

[2] En la versión cinematográfica de Alien, el octavo pasajero (1979) no existe ninguna referencia donde se nos muestre a los cuerpos protagonistas muertos usados como matriz. No obstante, en la versión de DVD de la edición 20 Aniversario (2000) aparecen unas escenas suprimidas en las que ponen de relevancia esta cuestión, y que finalmente no entraron en la versión cinematográfica por resultar demasiado evidentes.

Las familias ya no son lo que eran. Ahora son simplemente familias.

“Y si te preguntas en tu corazón, ¿por qué me suceden estas cosas? Por la muchedumbre de tus maldades han levantado tus faldas y maltrataron tus talones.”

Jeremías 13, 22

 

 

Las familias en las sociedades del nuevo milenio se diferencian con las de otros tiempos en los modelos de representación que visualmente nos ofrecen los medios artísticos, de comunicación y la propia realidad que asumen como normativo estereotipos antes estigmatizados.

La ocultación y la invisibilización son procesos inherentes del hecho social, ahora parcialmente desvelados por la ampliación de los derechos sociales sobre un amplio espectro de la población.

No hay nuevos modelos de familia, ya existían con anterioridad, lo que si sucede en la actualidad es que los modelos de familia se han legalizado; familias monoparentales (padre o madre soltero/a, divorciado/a, por defunción), tradicionales (heterosexuales), homoparentales (gays y lesbianas), etc.

El corazón es mentiroso. Una película de Asia Argento

Algunas veces sale bien, otras no. Este es el caso de una madre devorada por sus propias adiciones en El corazón es mentiroso (The Heart Is Deceitful All Things, 2004). Pero si bien es cierto que, en ocasiones, la desestructuración de las familias monoparentales sea una realidad constatada, también es verdad que es una realidad que no es muy distinta a la de otras familias tradicionales.

Cinematográficamente hablando, la obra de la directora, Asia Argento, es especialmente sorprendente ya que es una película que se basa en la novela de J. T. LeRoy, seudónimo de la escritora Laura Albert, y que narra la historia de un joven que es drogado y prostituido por su madre.

El corazón es mentiroso procede del más puro cine independiente norteamericano, definido por la escasa o nula producción, un guión escabroso y poco comercial, distribución alternativa y a través de exhibidoras valientes.

Asia Argento, artista interdisciplinar, músico, fotógrafa, directora de cine, actriz, escritora y además ser hija del Darío Argento, maestro del giallo y el slasher italiano, es considerada como la “reina del porno chic”. Con este historial es normal que surja con fuerza una extraña belleza cuando se visiona El corazón es mentiroso, producción americana, cercana al universo de Gus Van Sant y Larry Clark.

J. T. Leroy - El corazón es mentiroso.

Seres marginales y conflictivos pueblan un mundo cercano a la paranoia pura en la obra de Argento, donde la religión imprime un carácter especial que tiñe las relaciones afectivas y emocionales de un joven llamado Jeremiah.

La familia marca, este es el discurso de transfondo que parece decirnos la directora con el drama apocalíptico de El corazón es mentiroso. Hasta el propio nombre del niño (Jeremías), uno de los cuatro profetas del Antiguo Testamento junto a Isaías, Ezequiel y Daniel, nos viene a confirmar el desolado panorama de una familia en proceso de descomposición por un estricto seguimiento de las normas religiosas fundamentalistas cristianas.

Cuando la represión y la censura ha sido la dieta existencial para la protagonista (Asia Argento) no queda otra solución que el desquite, la liberación total en todas facetas: sexo, alcohol, vivencias, drogas, etc. Y este es el sistema vital que reproduce en su hijo, Jeremiah.

No es una película que hable de los sufrimientos de una madre por proteger a su retoño, es un ejercicio de autodestrucción compartido, donde la desestructuración familiar tiene su origen en una fuerte doctrina religiosa que redime sus pecados en la ausencia de amor.  En esta tesitura se ubica el tema central de El corazón es mentiroso, y que reside en ver el abismo desde la aflicción moral de una mujer que combate su salvación a través de su propio castigo.

Obra que crea atmósferas que golpean la retina de una mirada no acostumbrada a ver el reverso de una realidad dañada por los principios y/o valores, que se vuelven contra uno mismo en el momento en el que dejamos de creer en ellos. Ese es el tiempo espacial fílmico que recorre El corazón es mentiroso, una experiencia visual que sigue la estela de una madre que cae atrapada entre los demonios de una libertad y una ira mal asumidas, propiciando unas ansias de conquista de salvación que se subliman en la más pura ruina emocional.

Madurar conlleva tener heridas que son testigos de su paso por la vida, en ocasiones, unos sectores de la población no tienen tanta suerte como otros. Y las heridas son más visibles en los marginados, pobres, niños/as, mujeres, etc., individuos que se ven sometidos al poder del ganador, ya sea este hombre o mujer.

En una sociedad que somete el sistema evolutivo a su cadena de valores humanos, es lógico pensar que el carácter simbólico que se concede a la figura dominante sea una realidad asumida por todos como algo natural; mientras tanto los “débiles” sufrimos el látigo del poder sobre nuestras espaldas. La madre representada en la película es la encargada del cuidado de un hijo que solamente ve el mundo a través de la mirada ella. La incapacidad de tener voluntad propia y autogobierno durante la infancia nos conduce a una espiral de desafortunados hechos problemáticos en nuestro proceso de madurez.

¿Quién no va a creer a su madre cuando te dice que te quiere?

Hay madres que mienten con sus actos, pero no con sus palabras. Suena terriblemente duro, pero hay hijos/as que no son amados por sus progenitores, o al menos les quieren de una forma insana. Este fenómeno lo podemos comprobar en El corazón es mentiroso, donde la protagonista interpreta la maternidad en clave de infierno, buscando su salvación a través de la religión.

La infancia es vulnerable, un marco de fragilidad cuyo mayor enemigo es el entorno familiar.  Asia Argento se mueve sobre este terreno para especular sobre la frontera del terror doméstico. Plano a plano construye un retrato de una América infectada por una religión mal interpretada y atestigua los desórdenes que causa sobre la población.

 

Olvídate de mí de Michel Gondry

Algunas veces los recuerdos se vuelven insoportables y necesitan borrar sus huellas para esquivar sus posibles cicatrices. Normalmente aquellos hechos negativos como la muerte o la ausencia de amor son los que se intentan ocultar. Evitar el shock de lo real, en otras palabras, quitarse de la mente los elementos que confrontan una realidad que no deseamos desvelar es el objeto de un análisis que se quiere constatar con la película ¡Olvídate de mi! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), la segunda obra dirigida por el prestigioso creador francés Michel Gondry.

Cuando el dolor se vuelve visible, intentamos hacerlo invisible, indoloro e inexistente. Alguien te deja y parece que todo se viene abajo, formulado un mundo sin sentido. Desde ésta perspectiva tan humana y antigua, el director aguanta una historia que soporta el abandono de un amor que mutiló la felicidad por el silencio.

¡Olvídate de mí! conspira un sentimiento que parte de la negación del amor para afirmarlo finalmente. La pareja protagonista formada por Jim Carrey y Kate Winslet es la constatación de una emoción incontrolada que materializa su deseo de querer. Ellos son la afirmación de un hecho indiscutible, y es que están enamorados y no quieren evitarlo, mucho menos olvidarlo.

La memoria es tan frágil que solamente con el recuerdo se puede fijar una y otra vez. Somos lo que somos por lo que recordamos, el resto queda fuera del límite de nuestra identidad. El empeño de los humanos por recordar radica en que subraya nuestra individualidad. No hay nada tan humano como la memoria, en ella se esconde la definición de lo que somos. A veces un recuerdo se nos presenta de una forma impensable e inesperada, se nos aproxima como un pasado que se quiere hacerse presente, es como si el mismo recuerdo tuviera la necesidad de reinterpretarse de una manera infinita y sin posibilidad de extinguirse.

Olvídate de mí de Michel Gondry

La condición humana está ligada a la memoria. En este sentido hay una película capital en la historia del cine y que plantea una pregunta fundamental: ¿qué es lo que define lo humano? La película a la que me refiero es Blade Runner (Ridley Scott, 1982) e indaga en los aspectos menos explorados de la relación entre lo humano y lo no-humano como robots, androides y demás seres artificiales que intentan asemejarse al aspecto humano. ¿Qué finalidad tiene representar lo artificial con apariencia humana? y ¿por qué?

Demasiadas preguntas se intentan responder en Blade Runner, pero sólo una resume su significado, sirviendo de conclusión, la memoria es lo que  verdaderamente designa lo humano. Perder los recuerdos sería como desposeerse de lo humano, vivir con la angustia de no saber quien somos, además de hacer viable una orfandad de nuestra identidad.

Michel Gondry es todo un especialista en potenciar la fantasía al límite del desbordamiento, lo sabemos por sus anteriores trabajos para gente tan importante como Björk, Beck o The White Stripes. Su cámara persigue un recorrido muy preciso y consiste en retratar la imaginación de la forma más genuina, situando a sus personajes en una dimensión única, ser espectadores de su propia locura.

En la película ¡Olvídate de mi! Jim Carrey crea a su personaje más auténtico, comedido y acertado, sobrecogido por el dolor de no sentirse amado. El  director sabe aprovechar este bache emocional del protagonista para abrir un argumento que cuestione los lazos de pareja y su razón de ser. El desamor del protagonista se le quiere quitar de la cabeza a base de perder los recuerdos que le añoran a la persona amada. Gondry lo explica con la máxima audacia y atrevimiento visual al descomponer la realidad en fragmentos, permitiendo borrar aquellos elementos que perturban nuestra mente y que deseen ser eliminados.

Existe una deconstrucción de los procesos emocionales en esta película, para desvelar otros que ayuden a los sujetos a superar una pérdida o una tragedia.

Eternal Sunshine of the Spotless Mind

Los recuerdos son vulnerables al cambio. El tiempo y la memoria hacen posible que puedan ser recordados de manera distinta, en algunas ocasiones mejores, en otras peores. Olvidar es quitar o restar de nuestra memoria un recuerdo, borrar de un plumazo el hecho que nos hace daño o hiere. En definitiva, olvidar es suprimir la sangre que supura en la experiencia en la herida de la vida. El amor (mejor dicho, el desamor) y la muerte son la fuente de inspiración del olvido, son conceptos que duelen, quizás por lo irremediable de su significado.

Cuando alguien dice: “ya no te quiero”, el impacto sufrido por el receptor es brutal, primero por lo inesperado de la frase y segundo por implicar una negación o rechazo. El horror, por pequeño que sea, ni se muestra ni se exhibe, se oculta para evitar ser mirado.

Joel (Jim Carrey) inicia una estupenda relación sentimental con una chica llamada Clementine (Kate Winslet), con el paso de los meses el amor que se tenían se va apagando por causa de la monotonía. Este es el comienzo de una historia planteada desde la azotea de una cabeza atormentada por vivir la experiencia amorosa desde el balcón de la cotidianeidad. La pasión desbordada tropieza con el quehacer diario, es como si el amor no tuviera lugar o no encajara con los pelos del lavabo, los platos sucios o la ropa en el tendedero. Es en el momento más bajo de su relación cuando Clementine decide ir a un especialista de borrar los recuerdos, para eliminar cualquier elemento que denote haber conocido a Joel.

No hay peor crueldad que la de ver el deterioro de una relación sentimental, los sujetos amados ahora son odiados, y donde hubo amor reside después el rencor y los reproches. Olvidar es una forma de esquivar el dolor y la realidad que subyace en todo proceso de degeneración emocional.

El director, Michael Gondry, podría haber realizado una película de amores desconsolados, construida sobre las torpes artimañas de los protagonistas para salvar su relación. En cambio el realizador ha apostado por imprimir un toque de comedia a un drama con una fuerza imaginativa que desborda cualquier referente. El guionista Charlie Kaufman es la segunda vez que colabora con el director. La primera fue con Human Nature (2001).

El binomio Gondry-Kaufman funciona extraordinariamente al dotar de la palabra de Kaufman una posibilidad de ser imagen en Gondry. Nada escapa al azar en estos creadores, su universo consiste en atrapar realidades capaces de generar emociones. Por ello no es extraño encontrar situaciones que especulen más allá de los simulacros reales.

¡Olvídate de mí! es algo así como la segunda oportunidad para el reencuentro, otra forma de contar una historia. Su puesta en escena tan simple y desaliñada muestra la evidencia de su propuesta, sincera, caótica e impulsiva.

Hasta donde se sabe la tecnología no ha podido borrar los recuerdos, por ello el invento del Dr. Howard Mierzwaik (Tom Wilkinson) en la película es más bien un pretexto para poner en funcionamiento una serie de mecanismos dentro de la trama, que una fuente de verdad científica. El sistema utilizado por el doctor para suprimir los recuerdos parte de un sencillo borrado de aquellos hechos que relacionen los recuerdos con la persona a olvidar, gracias a un escáner mental de recuerdos. Primero Clementine borra de su memoria a Joel. Después Joel hace lo propio con Clementine. Borrados ambos de sus respectivos mundos intentarán buscar a cualquier precio su conexión.

La mente es un espacio insospechado, insobornable e insondable. El Dr. Howard se atreve a experimentar con ello como si se tratase de un juego de niños, no obstante, no es consciente de las consecuencias que puede ocasionar mover (ya sea por ausencia o por traslado) los recuerdos. Los humanos olvidamos para escapar de la obsesión, pero algunas veces ésta se torna en una maravillosa locura.

En ¡Olvídate de mí! los personajes no pueden escapar, y mucho menos olvidar, de lo que sienten. Es como si el amor entre Clementine y Joel estuviera por encima de todo proceso cognitivo, un amor loco sin reglas ni leyes que lo sometan. Ellos formulan una realidad inquietante que va más allá del inicio/desarrollo/final de una relación amorosa, sino que cuestiona las normas desde su nacimiento. En otras palabras, ellos no son fruto de la casualidad, sino de la determinación. Por mucho que intenten escapar de sus recuerdos, siempre habrá algo que les haga recordar a la persona que amaron. Y creo que aquí reside el acierto del director al mostrarnos que no todo es negación en un proceso de amor/desamor, no todo es destrucción y vacío. Michael Gondry viene a decirnos que los humanos estamos, tautológicamente hablando, condenados a amar, es más, cuando amamos a una persona lo hacemos de manera repetida y cíclica. Se puede cambiar de rostro o de nombre, pero nunca se olvidará de por qué se le ama.

Imágenes de Olvídatede mí de Michel Gondry

Algunas veces los recuerdos se vuelven insoportables y necesitan borrar sus huellas para esquivar sus posibles cicatrices. Normalmente aquellos hechos negativos como la muerte o la ausencia de amor son los que se intentan ocultar. Evitar el shock de lo real, en otras palabras, quitarse de la mente los elementos que confrontan una realidad que no deseamos desvelar es el objeto de un análisis que se quiere constatar con la película ¡Olvídate de mi! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), la segunda obra dirigida por el prestigioso creador francés Michel Gondry.

Cuando el dolor se vuelve visible, intentamos hacerlo invisible, indoloro e inexistente. Alguien te deja y parece que todo se viene abajo, formulado un mundo sin sentido. Desde ésta perspectiva tan humana y antigua, el director aguanta una historia que soporta el abandono de un amor que mutiló la felicidad por el silencio.

¡Olvídate de mí! conspira un sentimiento que parte de la negación del amor para afirmarlo finalmente. La pareja protagonista formada por Jim Carrey y Kate Winslet es la constatación de una emoción incontrolada que materializa su deseo de querer. Ellos son la afirmación de un hecho indiscutible, y es que están enamorados y no quieren evitarlo, mucho menos olvidarlo.

La memoria es tan frágil que solamente con el recuerdo se puede fijar una y otra vez. Somos lo que somos por lo que recordamos, el resto queda fuera del límite de nuestra identidad. El empeño de los humanos por recordar radica en que subraya nuestra individualidad. No hay nada tan humano como la memoria, en ella se esconde la definición de lo que somos. A veces un recuerdo se nos presenta de una forma impensable e inesperada, se nos aproxima como un pasado que se quiere hacerse presente, es como si el mismo recuerdo tuviera la necesidad de reinterpretarse de una manera infinita y sin posibilidad de extinguirse.

La condición humana está ligada a la memoria. En este sentido hay una película capital en la historia del cine y que plantea una pregunta fundamental: ¿qué es lo que define lo humano? La película a la que me refiero es Blade Runner (Ridley Scott, 1982) e indaga en los aspectos menos explorados de la relación entre lo humano y lo no-humano como robots, androides y demás seres artificiales que intentan asemejarse al aspecto humano. ¿Qué finalidad tiene representar lo artificial con apariencia humana? y ¿por qué?

Demasiadas preguntas se intentan responder en Blade Runner, pero sólo una resume su significado, sirviendo de conclusión, la memoria es lo que  verdaderamente designa lo humano. Perder los recuerdos sería como desposeerse de lo humano, vivir con la angustia de no saber quien somos, además de hacer viable una orfandad de nuestra identidad.

Michel Gondry es todo un especialista en potenciar la fantasía al límite del desbordamiento, lo sabemos por sus anteriores trabajos para gente tan importante como Björk, Beck o The White Stripes. Su cámara persigue un recorrido muy preciso y consiste en retratar la imaginación de la forma más genuina, situando a sus personajes en una dimensión única, ser espectadores de su propia locura.

En la película ¡Olvídate de mi! Jim Carrey crea a su personaje más auténtico, comedido y acertado, sobrecogido por el dolor de no sentirse amado. El  director sabe aprovechar este bache emocional del protagonista para abrir un argumento que cuestione los lazos de pareja y su razón de ser. El desamor del protagonista se le quiere quitar de la cabeza a base de perder los recuerdos que le añoran a la persona amada. Gondry lo explica con la máxima audacia y atrevimiento visual al descomponer la realidad en fragmentos, permitiendo borrar aquellos elementos que perturban nuestra mente y que deseen ser eliminados. Existe una deconstrucción de los procesos emocionales en esta película, para desvelar otros que ayuden a los sujetos a superar una pérdida o una tragedia.

Los recuerdos son vulnerables al cambio. El tiempo y la memoria hacen posible que puedan ser recordados de manera distinta, en algunas ocasiones mejores, en otras peores. Olvidar es quitar o restar de nuestra memoria un recuerdo, borrar de un plumazo el hecho que nos hace daño o hiere. En definitiva, olvidar es suprimir la sangre que supura en la experiencia en la herida de la vida. El amor (mejor dicho, el desamor) y la muerte son la fuente de inspiración del olvido, son conceptos que duelen, quizás por lo irremediable de su significado. Cuando alguien dice: “ya no te quiero”, el impacto sufrido por el receptor es brutal, primero por lo inesperado de la frase y segundo por implicar una negación o rechazo. El horror, por pequeño que sea, ni se muestra ni se exhibe, se oculta para evitar ser mirado.

Joel (Jim Carrey) inicia una estupenda relación sentimental con una chica llamada Clementine (Kate Winslet), con el paso de los meses el amor que se tenían se va apagando por causa de la monotonía. Este es el comienzo de una historia planteada desde la azotea de una cabeza atormentada por vivir la experiencia amorosa desde el balcón de la cotidianeidad. La pasión desbordada tropieza con el quehacer diario, es como si el amor no tuviera lugar o no encajara con los pelos del lavabo, los platos sucios o la ropa en el tendedero. Es en el momento más bajo de su relación cuando Clementine decide ir a un especialista de borrar los recuerdos, para eliminar cualquier elemento que denote haber conocido a Joel.

No hay peor crueldad que la de ver el deterioro de una relación sentimental, los sujetos amados ahora son odiados, y donde hubo amor reside después el rencor y los reproches. Olvidar es una forma de esquivar el dolor y la realidad que subyace en todo proceso de degeneración emocional.

El director, Michael Gondry, podría haber realizado una película de amores desconsolados, construida sobre las torpes artimañas de los protagonistas para salvar su relación. En cambio el realizador ha apostado por imprimir un toque de comedia a un drama con una fuerza imaginativa que desborda cualquier referente. El guionista Charlie Kaufman es la segunda vez que colabora con el director. La primera fue con Human Nature (2001).

El binomio Gondry-Kaufman funciona extraordinariamente al dotar de la palabra de Kaufman una posibilidad de ser imagen en Gondry. Nada escapa al azar en estos creadores, su universo consiste en atrapar realidades capaces de generar emociones. Por ello no es extraño encontrar situaciones que especulen más allá de los simulacros reales.

¡Olvídate de mí! es algo así como la segunda oportunidad para el reencuentro, otra forma de contar una historia. Su puesta en escena tan simple y desaliñada muestra la evidencia de su propuesta, sincera, caótica e impulsiva.

Hasta donde se sabe la tecnología no ha podido borrar los recuerdos, por ello el invento del Dr. Howard Mierzwaik (Tom Wilkinson) en la película es más bien un pretexto para poner en funcionamiento una serie de mecanismos dentro de la trama, que una fuente de verdad científica. El sistema utilizado por el doctor para suprimir los recuerdos parte de un sencillo borrado de aquellos hechos que relacionen los recuerdos con la persona a olvidar, gracias a un escáner mental de recuerdos. Primero Clementine borra de su memoria a Joel. Después Joel hace lo propio con Clementine. Borrados ambos de sus respectivos mundos intentarán buscar a cualquier precio su conexión.

La mente es un espacio insospechado, insobornable e insondable. El Dr. Howard se atreve a experimentar con ello como si se tratase de un juego de niños, no obstante, no es consciente de las consecuencias que puede ocasionar mover (ya sea por ausencia o por traslado) los recuerdos. Los humanos olvidamos para escapar de la obsesión, pero algunas veces ésta se torna en una maravillosa locura.

En ¡Olvídate de mí! los personajes no pueden escapar, y mucho menos olvidar, de lo que sienten. Es como si el amor entre Clementine y Joel estuviera por encima de todo proceso cognitivo, un amor loco sin reglas ni leyes que lo sometan. Ellos formulan una realidad inquietante que va más allá del inicio/desarrollo/final de una relación amorosa, sino que cuestiona las normas desde su nacimiento. En otras palabras, ellos no son fruto de la casualidad, sino de la determinación. Por mucho que intenten escapar de sus recuerdos, siempre habrá algo que les haga recordar a la persona que amaron. Y creo que aquí reside el acierto del director al mostrarnos que no todo es negación en un proceso de amor/desamor, no todo es destrucción y vacío. Michael Gondry viene a decirnos que los humanos estamos, tautológicamente hablando, condenados a amar, es más, cuando amamos a una persona lo hacemos de manera repetida y cíclica. Se puede cambiar de rostro o de nombre, pero nunca se olvidará de por qué se le ama.